Se ha convertido en una escena icónica: una mujer vestida de hombre en la Universidad Central, luego Complutense, un marimacho. Corre 1843: un jovencito gallego, con el pelo corto a la moda, resultaba ser una mujer. Veintidós años, una capa de hombre, pantalones y valor para acudir a las clases de Derecho. Era Concepción Arenal, la pensadora más destacada del siglo XIX, escritora, reformadora del sistema de prisiones. Se estaba convirtiendo en lo que sería.
Por suerte el rector no la expulsó de su Universidad. Ordenó que acudiera sin provocar escándalo, y prohibió que continuaran las burlas. Concepción regresaba cada noche a una casa vacía. A los ocho años perdió a su padre, un liberal que falleció en prisión. La madre murió el año anterior a la decisión de cortarse el pelo y estudiar. Al menos, encontró un amigo: Fernando García Carrasco, otro liberal, abogado y periodista, con quien se casó seis años más tarde.
Aún le quedaban tantas cosas por vivir: la insalubridad de los hospicios y los manicomios, que la llevarían a escribir páginas encendidas y bellas a favor de la dignidad humana: las guerras carlistas, en las que organizarían hospitales de campaña para aliviar el dolor y la suciedad. El alcoholismo generalizado de la clase obrera, que ella veía como el mayor enemigo de los pobres. Le faltaba por vivir en La Coruña, como responsable de las cárceles de mujeres, y un poco más adelante, en 1868, convertirse en inspectora de los correccionales femeninos.
Concepción Arenal sabía en qué situación quedaban las niñas violadas, la indefensión de las viudas. Aborrecía la sobreprotección de las mujeres, que sin educación no saldrían nunca de su posición marginada. Y en sus libros de lectura clara y sencilla, les hablaba de los caminos que abría el estudio, de la obstinación necesaria para que se dieran cambios.
Siempre tuvo delicados los bronquios, que acabarían fallándole a los setenta y tres años. Murió en Vigo en 1893. La gente corriente la adoraba, aunque quizás ella, no lo supiera. La entendían, como ella los entendía. Y nada más importaba.