Federica Montseny nació en Madrid en 1905 entre palabras y letras: sus padres, anarquistas, eran los editores de La Revista Blanca, una publicación en la que defendían su ideario político. Y ella, dotada con un don extraordinario para la oratoria y la narración, publicó su primera novela con 15 años, y dedicó su vida a defender aquello en lo que sus padres creían.
En 1931 se afilió a la CNT. En 1936, en plena Guerra Civil, formó parte del Gobierno de la República, que la nombró Ministra de Sanidad. Con o sin guerra resultaba un hecho extraordinario: hasta entonces ninguna mujer había sido ministra en España. En toda Europa se contaban cuatro más. No aceptó el cargo sin dudas, dada la presión y la responsabilidad: Federica Montseny dejó de escribir novelas de corte romántico en las que se dirigía a las mujeres con voluntad de orientarlas ante preguntas y a circunstancias complicadas, y pasó a la acción.
En el escaso medio año que tuvo de margen se dedicó a remediar las condiciones de los niños y de las mujeres, sobre todo de aquellos que se encontraban en peor situación: huérfanos, mujeres embarazadas, prostitutas… y también planteó soluciones para mejorar la vida de las personas con discapacidad, abandonadas a su suerte o a la caridad en la mayoría de los casos. A ella se debe el primero proyecto de la Ley del Aborto.
Abandonó el Ministerio solo cuando el frente de guerra la cercó; poco después escapó fuera de España para salvar su vida. Los gobiernos que vinieron a continuación anularon todas las medidas que Federica había adoptado. Ella pasó a ser perseguida y reclamada por los nazis y por las autoridades españolas. Francia, donde se había refugiado, nunca la entregó.
Vivió en ese país hasta 1977 pudo regresar a España. Continuó con su labor política y de difusión de su pensamiento hasta su muerte en 1994. Nada, de hecho, frenó nunca su lengua ni detuvo su labor periodística, que publicaba bajo el pseudónimo de Fanny Germain. Como sus padres, llegó a dirigir varios periódicos. Se opuso con firmeza a los Pactos de la Moncloa, y a la manera en la que parte de la historia reciente pasaba al olvido durante la Transición. En sus últimos años pudo ver cómo se valoraba y se apreciaban las ideas que había propuesto como ministra, cuando nadie soñaba ni siquiera con cambios como los que ella consideraba de simple sentido común.