Las fuentes clásicas nos pusieron sobre la pista de la actividad ganadera de los valientes guerreros cántabros de antaño, a quienes temían los romanos, tarea que suponemos también tuvo lugar en las tierras bajas y llanas de lo que hoy conocemos como las tres villas pasiegas.
Ya en el siglo XI, con la donación de los condes don Sancho García y doña Urraca Gómez al monasterio de San Salvador de Oña de estas tierras y bosques, se menciona por vez primera a los Montes de Pas y se alude igualmente a las “cabannas” en las que acoger ese ganado, cuya construcción se hizo cambiante y prolífica posteriormente durante la Edad Media, Moderna y Contemporánea, quizá primitivamente como chozas y cabañas similares a las del resto de la cornisa cantábrica, muy frágiles y predominantemente construidas de madera en este territorio pasiego y, posteriormente, en planta rectangular con paredes armadas a canto seco y entramado de madera en el que apoyar la techumbre de lastra pizarrosa a dos aguas, tipo arquitectónico que, a lo largo de los siglos, hizo tradición en las poblaciones pasiegas.
Esta tipología de construcción mixta, con vivienda, establo y pajar, se divide en dos plantas, la baja para alojar al ganado y el piso alto para recogida de hierba y vivienda de sus dueños, modelo edificatorio pastoril que ha sufrido un lento proceso evolutivo en otras construcciones similares en las zonas pasiegas, con mayores espacios y apertura de vanos más grandes. Estas variables, como nos apunta el arqueólogo y etnógrafo Manuel García Alonso en su obra “La cabaña pasiega, origen y evolución arquitectónica”, fueron introducidas por hidalgos más pudientes que requirieron, por su especial habilidad, a constructores que seguían ese patrón iniciado por los propios pastores de las tres villas pasiegas, derivándose así también el prestigio de los afamados canteros que vivían de su oficio y que ayudaron a consolidar ese característico modelo arquitectónico que perdura en nuestro tiempo, especialmente los maestros de obra provenientes de la vecina Merindad de Trasmiera.
Ligada la construcción de estas cabañas a una determinada forma de economía y un particular clima lluvioso también, para acomodo y alimentación del ganado principalmente, irán poco a poco acondicionándose de manera más confortable y funcional, ensanchando su cabida y mejorando su rudimentaria y típica estructura para culminar en lo que también se conoce como “cabaña vividora” y que, como nos apunta el historiador Adriano García-Lomas en su magna obra “Los Pasiegos”, “…antaño fue la “casona” pastoril privativa de algunos monteros de Espinosa y de otros nobles de la villa”. Su constante elemento es la solana o balconada protegida por un alero volante, prolongación de las dos aguas del tejado y cuyo eje se dispone perpendicularmente al frontal, aunque en ocasiones esta protección se dispone en una de las vertientes laterales.
La cabaña consta, como se ha dicho antes, de planta baja con función de cuadra y otra alta para pajar y habitación. Esta planta es un rectángulo de proporciones que varían en función del número de vacas, teniendo como dimensiones habituales entre 8 y 10 metros de longitud por 5 a 8 metros de anchura y realizadas con muros de piedra. La madera utilizada en el interior es de roble y haya, generalmente con dos gruesos postes de compacto roble que descansan sobre peanas de piedra y soportan el “petral” o viga madre sobre la que apoyan las viguetas y tablas que forman el tillado del suelo. Ya en el piso alto, tres o más postes sirven de apoyo a la viga cumbrera y cuyos extremos descansan a su vez en los hastiales triangulares sobre los que se apoyan las dos vertientes del tejado. Esta cubierta está realizada con grandes lastras de arenisca o de pizarra de diferentes dimensiones.
La lenta evolución que tuvieron las cabañas a lo largo de la historia, como igualmente advierte Manuel García Alonso, se vio acelerada en el último tercio del siglo XIX con la incorporación de la nueva raza frisona, más productiva en leche y cuyas características de tamaño constituyeron un primer determinante, pues son animales de mayor tamaño, tanto de alzada como de longitud, modificando así las plantas, pesebres y vanos de acceso, que ganan en altura y anchura, pues hasta entonces la histórica vaca de raza pasiega, mucho más pequeña, exigía una menor abertura en las cuadras, como denotan las cabañas más primitivas.
Las tradiciones pasiegas, poco dada a cambios, ha hecho que, en cuanto al modelo de edificación, no se salga de la planta rectangular y la cubierta a dos aguas con fachadas, por lo general, dispuestas en el muro corto perpendicular al cumbre, usanza que se mantuvo igualmente en las denominadas cabañas vividoras, mucho más grandes y acondicionadas para pasar los períodos invernales en la parte baja de estos valles y lejos de las montañosas y frías crestas, e incluso morfología que se mantuvo en la construcción de los molinos harineros que tanto proliferaron a raíz de la incorporación en las villas pasiegas del cultivo del maíz en el siglo XVII, edificaciones manufactureras de tradiciones pasiegas en su forma y recogidas en esta hermosa pintura al óleo del artista Manuel Guazo para la emisión de este sello filatélico que, dicho sea de paso, aúna este particular modelo constructivo en sus tres versiones apuntadas de cabaña ganadera, cabaña vividora e histórica arquitectura industrial pasiega.
La obra pictórica, titulada “El Molino de Vega de Pas” y fechada en 1999, pertenece a la colección del hotel “Casa de don Guzmán” de las propias villas pasiegas y es una viva y hermosa estampa norteña que capta el juego entre la naturaleza y la mano constructiva del hombre, con luces y colores armoniosos y visualmente atractivos que corresponden al tipo paisajístico pasiego y que siempre ha despertado en su autor, Manuel Guazo, una profunda y sincera admiración, con pinceladas enérgicas, sucintas y nerviosas, como latigazos cromáticos para reflejar los tonos sombríos y ese esplendor vegetal que siempre el autor acostumbra a destacar en sus obras con una muy depurada técnica. La luz interactúa con el paisaje, de pincelada ancha en la montaña de fondo con ese camino zigzagueante y más delicada en el follaje del bosque y en la algodonosa niebla que acecha la composición del paisaje, con más textura también en los elementos arquitectónicos reflejados y en esos manzanos en flor que parecen dispuestos a brindar su futuro fruto al espectador; y es que, como de él dijo el gran escultor Jesús Otero: “…el paisaje de Guazo es una humana naturaleza que habla de sí misma, a sí misma, y para sí misma, ahí la tenemos…amémosla”.
Manuel Guazo Calderón, de quien también el que fuera Decano de la Crítica de Arte Española don Antonio Cobos afirmó que “su paisajismo establece el hilo de la comunicación emocional y comunica sensaciones mejor que si fueran dechados de impresionismo”, es dueño de una maestría que desconcierta por su formación autodidacta, no sintiéndose así forzado a amoldarse a una estética determinada, pero afianzado desde hace años entre los grandes paisajistas cántabros que forman la Escuela Montañesa de Paisaje, junto a grandes maestros como Casimiro Sainz, Agustín Riancho, Manuel Salces, Tomás Campuzano, Pérez del Camino, Escalante o Aveldaño, entre otros; y, como ellos, mostrando una inusual habilidad para apreciar los tonos de la luz, en especial la profusa variedad del verde… el color de los pasiegos.